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Pocas cosas nos identifican más a los uruguayos que la camiseta de nuestro equipo. El acto de recibir la camiseta firmada por uno o varios de los jugadores es casi un hecho místico. La posesión del objeto sagrado llena de orgullo y genera un compromiso al propietario: la conservación. El artículo firmado deja de ser de uso diario. Es un tesoro. Se guarda bien o se exhibe, y una de las mejores maneras de hacerlo es detrás de un vidrio y bordeado por un marco, algo que nos ofrece la posibilidad de llevar la identificación más allá, podemos pintar el marco con nuestro colores de preferencia, algo así como la patente de hincha.

En este diciembre, curiosamente enmarqué casi una veintena de camisetas. Algunas de equipos de primera división firmadas por el plantel: Danubio, Nacional, Peñarol, una de Uruguay firmada por futbolistas tricolores de la década del 2000 y otra dedicada a “padrino”, sin firmar, de Miramar Misiones. La inmensa mayoría fuero de clubes barriales o que alternan en ligas menores. Ese hecho no menoscaba la pasión que despiertan ni la necesidad de transformarlos en un habitante más de nuestras casas.

A través de los años he enmarcado centenares de estos artículos. Algunos que viajaron cientos de kilómetros, después de una ardua negociación para obtener el recuerdo de ese héroe moderno, otras que simplemente cumplieron con la función de ser parte de la vestimenta del dueño en un partido inolvidable y varias correspondientes al primer partido del hijo, sobrino o nieto. Todas, sin importar el club al que representan, tienen algo en común: el sentimiento, enorme sentimiento en general, que los une a su propietario. Y eso me haca tratarlas con un profundo respeto.

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